Pensar como Economista
Es un hecho que hoy en día el común de los mortales tiene deseos ilimitados que deben ser acomodados por una sociedad que cuenta, a lo mucho, con recursos escasos. Es en este punto donde el economista, dueño de una teoría de la elección, puede jugar un rol. Se sabe que, como profesional entrenado, el economista está preparado para responder a preguntas sobre cómo asignar los recursos en una sociedad con estas características. Pero, al menos fuera de la profesión se desconoce cómo este científico social organiza sus pensamientos y da respuesta a las preguntas del qué, cómo, cuándo, dónde y porqué producir, consumir, ahorrar o invertir, entre muchas otras decisiones posibles.
Pensar como economista necesariamente pasa por simplificar realidades complejas y encuadrarlas en una estructura comprensible que permita analizar un problema específico que no es más que la parte de un todo. Estas estructuras o representaciones abstractas de la realidad son los llamados modelos económicos. Un economista común y corriente carga un maletín de herramientas cuyo principal contenido es una variedad de modelos que les permite aislar, según sea el caso, el problema particular que quiere resolver. Esos modelos, similares a la maqueta del arquitecto o al fémur de plástico que descansa en el consultorio de un ortopeda, sirven para mostrar cómo se toman las decisiones económicas en un contexto específico y que consecuencias tienen sobre la economía.
En ese sentido, un modelo económico no es la estrategia de desarrollo de un país, como generalmente se piensa. Es algo de mucho menor escala. Se trata del andamiaje teórico que explica una situación económica particular partiendo de unos pocos supuestos. El modelo permite definir un equilibrio que bien puede ser una referencia y que podemos alterar a través de choques externos no sólo para evaluar la asignación de recursos, sino también para verificar la efectividad de las políticas públicas o de las decisiones privadas. Como bien afirma Dani Rodrik, profesor de la Escuela Kennedy de Gobierno en la Universidad de Harvard, “los modelos son a la vez la fortaleza y el talón de Aquiles de la economía. Comprenden aquello que hace de la economía una ciencia, no como la física cuántica o la biología molecular, sino más bien como una ciencia social”.
En fin, más que un modelo único, los economistas manejan una colección de modelos que puede ser tan numerosa como amplio es su acervo cultural. Y aunque es cierto que muchos de esos modelos apenas difieren de construcciones teóricas previas, basta cambiar unos pocos supuestos para contar con un nuevo instrumento útil para solucionar un problema distinto al que aborda el modelo original. Por ejemplo, en el modelo microeconómico de competencia perfecta es suficiente con eliminar el supuesto de múltiples empresas que producen un producto similar, para estudiar problemas distintos como la creación de carteles económicos o la discriminación de precios. Igualmente, en el mercado laboral con solo asumir asimetría de información, podemos movernos del modelo clásico de salarios flexibles determinados por la interacción entre la oferta y la demanda de trabajo, a modelo nuevo keynesianos de salarios rígidos donde el ajuste en el mercado está limitado por factores como los contratos laborales, el rol de los sindicatos y las fallas de coordinación.
Es probable que la mayoría de los economistas estén de acuerdo en que pensar como tal requiere de encuadrar una realidad determinada en algún tipo de modelo. No obstante, es seguro que grupos distintos de economistas estarán en desacuerdo al menos en dos temas relacionados con los modelos. Por un lado, no hay consenso en la profesión sobre si los economistas deben poner toda su energía intelectual en construir un gran modelo que represente la economía real como un todo o, si por el contrario, deben concentrarse en diseñar modelos de pequeña escala para analizar situaciones particulares. Por otro lado, existen serias discrepancias entre grupos de economistas sobre si el modelo en cuestión debe ser una representación matemática, intuitiva o algún híbrido entre estas dos posibilidades.
En el primer caso, la controversia es más bien sobre el objeto de estudio de los economistas. James Buchanan, Premio Nobel de Economía, se lamenta de que la economía moderna es fundamentalmente una teoría de la elección y de que, como tal, lleva a sus profesionales a operar como matemáticos aplicados que resuelven problemas con múltiples modelos cual si fueran ingenieros sociales. Para Buchanan “el economista debe enfocarse más en el mercado y menos en la elección”, es decir, debe concentrar sus esfuerzos en desarrollar una teoría del marco estructural donde se realizan las distintas formas de intercambio en vez de enfocarse en como eligen los agentes económicos entre distintas alternativas. En su visión, los economistas deben pensar en “el gran modelo de la economía de mercado” sin desgastarse en construir múltiples modelos para solucionar “pequeños problemas”.
Contrario a lo que piensa Buchanan, para Rodrik “la fortaleza de la economía se debe precisamente a que se ha enfocado en esfuerzos teóricos de pequeña escala, en el tipo de pensamiento contextual que clarifica las causas y los efectos, arrojando luz sobre la realidad social”. En su visión, esto tiene más sentido, pues el economista es un científico social y por tanto su objeto de estudio es el mundo social, lleno de interacciones y complejidades. Más aún, Rodrik reivindica “la economía como un método de hacer ciencia social con el uso de instrumentos particulares”, por lo que defiende la aplicación de los modelos económicos a problemas que tradicionalmente han sido objeto de estudio de otras ciencias sociales como la sicología, la sociología y la política.
En el segundo caso, el debate sobre la matematización de la profesión, la controversia comienza con la publicación de la tesis doctoral del Premio Nobel de Economía, Paul Samuelson, en 1948. En efecto, a partir de la publicación del famoso texto Fundamentos del análisis económico, la matemática de los modelos se complejizó, generando sus acólitos y sus detractores, estos últimos aferrados a la forma de hacer economía de los pensadores clásicos y dispuestos a desechar la teoría moderna por sus pretensiones científicas y su argüida altivez. Cierto es que en no pocas ocasiones, la matematización de la profesión ha oscurecido la difusión de conocimiento hacia afuera y ha abierto las puertas para que los economistas sean acusados de solucionadores de problemas técnicos sin conocimientos culturales o históricos. No obstante, el endiosamiento o el mal uso de las matemáticas con el objetivo de presentar ciertos modelos como “científicos” no es una razón para que descartemos los grandes aportes teóricos hechos por economistas que durante más de setenta años han sabido hacer un uso efectivo de los métodos cuantitativos.
Como ha dicho Paul Romer, Premio Nobel de Economía, la verdadera prueba que debe pasar un modelo que usa matemáticas es si ese lenguaje “aporta o no claridad y precisión al discurso económico”. De hecho, al argumentar en economía se puede ser igual de opaco con palabras o con símbolos, siempre y cuando no se tenga claro lo que se quiere expresar. Asimismo, no por usar modelos o tener una predilección por el lenguaje matemático, el economista debe ser catalogado como desinteresado por la historia y carente de cultura. Como afirmó Keynes, el economista debe ser el paquete completo “matemático, historiador, hombre de estado y en cierto grado, filósofo. Debe entender los símbolos, pero hablar con palabras, contemplar lo particular en términos de lo general, y tocar lo abstracto y lo concreto en el mismo vuelo de pensamiento”.
En definitiva, estamos frente a un debate inconcluso que deja varias preguntas en el aire. Un shakespeariano se apresuraría a decir que se trata de ¿modelar o no modelar?; pero sin dudas, las diferencias van más allá de esta cuestión. Al pensar en un problema, el economista siempre hace abstracción de una realidad, es decir, siempre recurre a algún tipo de modelo. Ese modelo, no obstante, puede haber sido construído principalmente con un lenguaje matemático o con una combinación de palabras e intuición. Y es en esta escogencia y en la elección del tipo de problema a estudiar donde la forma de pensar de los economistas difiere. Y que bueno que lo haga. Pocos beneficios trae el pensamiento uniforme, sin sentido crítico.
Ahora bien, como se trata de nuestra forma de pensar y de abordar los problemas, soy de opinión que los economistas debemos tomar partida en este debate inconcluso. En mi caso, estoy claro en que tengo mis propios sesgos alimentados por mis lecturas, mis visiones y mi experiencia de vida, sin duda encauzadas por cerebros mejor puestos que el mío. Por eso, con reservas, como todo lo que hago en la vida, debo afirmar que estoy más cerca de Rodrik que de Buchanan; cargo con celos mi maletín de herramientas y constantemente echo mano a mis modelos matemáticos para buscar soluciones a múltiples problemas de pequeña escala.
Eso sí, soy alérgico al matematismo, el famoso mathiness que Paul Romer identifica con el mal uso de las matemáticas con pretensiones científicas. Al final, esta aberración no hace más que obstruir la comprensión y oscurecer la intuición económica dejando a los economistas que la practican más cerca de la alquimia que de la ciencia. Por esta razón, donde asoma su cabeza el matematismo huyo sin reservas hacia la derecha… ¿o será hacia la izquierda?
Referencias:
- Buchanan, J. M. (1979). What should economists do? Liberty Fund Inc..
- Flood, M. M. (1950). PA Samuelson, Foundations of economic analysis. Bulletin of the American Mathematical Society, 56(3), 266-267.
- Keynes, J. M. (1924). Alfred Marshall, 1842-1924. The Economic Journal, 34(135), 311-372.
- Rodrik, D. (2015). Economics rules: The rights and wrongs of the dismal science. WW Norton & Company.
- Romer, P. M. (2015). Mathiness in the theory of economic growth. American Economic Review, 105(5), 89-93.
- Samuelson, P. A. (1966). Fundamentos del análisis económico. 2da. Edición, Buenos Aires, Librería El Ateneo Editorial.
- Stigler, G. J. (1982). El economista como predicador y otros ensayos (Vol. I). ORBIS.
- Yonay, Y. P. (1998). The struggle over the soul of economics: Institutionalist and neoclassical economists in America between the wars. Princeton University Press.